jueves, 31 de marzo de 2011

Los libros en la UNI


Los primeros libros que leí en la UNI

El niño que llego a la Laboral, con trece años, ya ha dejado escrito en este blog, algunas de las cosas que no sabía ni que existían y las muchas que no sabía hacer. Era un niño de pueblo. Y entre tantas cosas que no había hecho estaba la lectura de libros. Es verdad, recuerdo con claridad, como el maestro, D. Miguel (q.e.p.d.), nos hacía leer “El Quijote” alternando cada día un compañero. Pero no recuerdo haber leído otros libros que no fueran los que utilizábamos para estudiar.


Otra cosa eran las lecturas fuera de la escuela. No sabría explicar cómo pero, siempre aparecía algún amigo con las aventuras de “El Capitán Trueno”, “El Jabato” o “Roberto Alcázar y Pedrín”. Era increíble ver como los “devorábamos”. Y, sin la más mínima objeción por parte de ninguno de los dueños, se pasaban por todas las manos de los amigos y vecinos. Estos eran los únicos libros que recuerdo de aquellos años y, con ese bagaje cultural llegué a la Laboral.


Bueno, no quiero dejar aparcado en mi memoria, las lecturas que realizaba de las novelas del oeste. El hecho de que mis tíos tuvieran un kiosco en Plasencia, en el barrio del Rosal de Ayala y, entre todos los productos y servicios que vendían, estaba el alquiler de novelas del oeste, hizo que yo me animara y empezara a leerlas. Leerlas y devorarlas ya que su lectura era para mí muy fácil y rápida. “Conocí” a Marcial Lafuente Estefanía, Silver kein y muchos más autores del género. Y como a mi hermano mayor también le gustaban, nunca faltaban en casa.

El “problema” surgió muchos años después cuando conocí a un músico catalán, que tocaba de maravilla el órgano, en Tenerife, con el que trabe una excelente amistad hasta que nos dejo, apenas hace un año y, hablando de las vueltas de la vida, me dijo que él era uno de los escritores de novelas del oeste. La verdad es que conocer cómo se “cocinaban” aquellas novelas, hizo que lamentara el haberlas leído. Y entendí que todas tuvieran el mismo argumento. Lo positivo es que así ganaba él algún dinero que le pagaba la editorial, mientras estudiaba. En Córdoba estaba el “vampiro”. (No sé a qué viene ahora, pero me he acordado de él).



La lectura “casi” obligada de “La vida sale al encuentro”


Yo creo que muy pocos estudiantes se han quedado sin entonar algunas notas de la canción “Fonseca”, en la que se “empeñan los libros en el Monte de Piedad”. Siempre he tenido claro que esta canción se refiere a la Universidad más que a la Laboral, pero eso nunca fue un impedimento para cantarla, especialmente en los viajes a casa. Pero los libros que quiero recordar hoy no son los que cargábamos durante todo el curso, hasta que realizábamos el examen final, sino los que optativamente elegíamos para leerlos.

Y aquellos libros estaban un poco, (o mucho), seleccionados por los padres dominicos que nos “cuidaban”. Sea como fuera, no olvidé nunca la lectura de los libros: “La vida sale al encuentro”, “Una chabola en Bilbao” o “Cierto olor a podrido”, del cura José Luís Martín Vigil. Como tantas cosas que nos dejaban huella en aquellos años, estos libros también consiguieron ese efecto en mí y, lo más importante, me ganaron para la lectura de libros. Bueno por lo menos para comprarlos ya que aunque me propuse que todo libro que comprara lo tenía que leer, antes de comprar otro, la verdad es que no le he cumplido y, aún hoy, sigo comprándolos para leerlos cuando me jubile. También recuerdo que leí algo de Santo Tomás de Aquino y Aristóteles, sin olvidar la lectura, en aquellos años, del que sería un best seller mundial: “El Padrino” de Mario Puzo.


Pero como siempre me digo a mi mismo, el objetivo de este blog es contar los recuerdos en la UNI o de la UNI. Y sería muy enriquecedor si los compañeros que se dignan leerme, se decidieran a plasmar por escrito los libros que recuerdan de aquellos años y lo que les supuso su lectura. No todo va a ser hablar del vampiro y del barrio de Cercadillas, ¿no?


Al final todo forma parte de nuestras vidas.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Las cartas, el vampiro y el bar Copacabana

El niño que como tú, Antonio Bravo Céliz, también recibió la Primera Comunión con calzonas, tiene, o mejor tengo, muy vivos los recuerdos de las cartas que recibía en la Laboral. La vida me había llevado a un hospital de Plasencia casi un año y, aunque la separación de mis padres y hermanos era real, la distancia hasta el pueblo, no más de 23 kilómetros, facilitaba que la visita de mi Madre no faltara una vez, como mínimo, a la semana. El resto de días siempre estaba allí una de mis tías que vivía en Plasencia y los vecinos que, por motivos de compras o de médicos, iban a la ciudad.

Digo todo esto para resaltar que las primeras cartas que recibí de mi Padre fueron en la UNI. No recuerdo si era antes o después de comer, aunque me inclino por esto último, cuando un compañero, recibiendo las cartas del dominico encargado, se subía a los primeros peldaños de la escalera que llevaba a los dormitorios, en el hall y, empezaba a decir nombres en voz alta. Ante cada nombre una voz indicaba, con la mano en alto: ¡aquí! Y la carta pasaba de mano en mano hasta el destinatario.

¿Qué puedo decir de lo que sentía cuando escuchaba mi nombre? Una felicidad inmensa. Recogía la carta y, como la mayoría de los compañeros, buscaba un lugar donde poder leerla con tranquilidad. Las cartas escritas por mi Padre, con la pluma y la tinta china, no decían nada especial, pero para mí eran palabras que me llenaban de alegría. Su comienzo: “Querido hijo: Todos bien gracias a Dios”, no lo olvidaré nunca. Y el contenido era casi igual en todas: me hablaba de la familia, de los vecinos, fallecimientos si se había producido alguno y, sobre todo, del tiempo. Al final siempre le dejaba la pluma a mi Madre para que también firmara.


Años más tarde tuve la suerte de conocer a una chica en la Laboral, un 8 de diciembre no recuerdo de que año. Había llegado una excursión desde Granada, en varios autobuses y, cosas de la vida, me encontré paseando con una de las chicas por los jardines de la UNI. Se llamaba Pilar y, después de aquel día, mantuvimos una relación muy prolija en cartas. Eran cartas de seis, ocho o más cuartillas en las que dejábamos escritos nuestros sueños e ilusiones. Nuestra relación no pasó de ahí pero creo que aquellas cartas me marcaron para el resto de mis días. Tengo la suerte de estar en contacto con ella, desde hará unos 10 años, tras un periodo largo de ausencia de noticias mutuas.


El “vampiro” de Córdoba

Como niño de pueblo, estimado José María Camacho Rojo, no sabía muchas cosas de las que sucedían en la gran ciudad que para mí era Córdoba. La ignorancia pueblerina, sana, creo que nos marcaba. Y por eso, un día que teníamos fiesta en la UNI, nos fuimos a Córdoba un grupo de compañeros. Paseamos por la Cruz Conde, Las Tendillas y recorrimos las calles de los mesones, cuando uno de los compañeros dijo: ¡Vamos al vampiro! Bueno, dije yo. Pues vamos al vampiro.

No recuerdo los compañeros y, si los recordara no los iba a nombrar, por razones que creo que entenderéis. Nos metimos por las calles de Córdoba y llegamos al laboratorio. Los que ya eran clientes pasaron a la sala de espera y a los nuevos nos hicieron un análisis para saber nuestro grupo sanguíneo. Por cuestiones ajenas a mí, mi grupo sanguíneo salió A+ y, desgraciadamente, ese grupo no era “comercial”. No me admitieron mi sangre y, me quedé con las ganas de venderla, a pesar de que la pagaban muy bien. Ese fue mi primer y único contacto con el “vampiro”.


El barrio de Cercadillas

Yo creo que a los que éramos de pueblos pequeños, fue la ciudad de Córdoba la que nos “enseño” muchas de las cosas de la vida. Y una de las cosas que nos enseño, aparte del “vampiro”, fue el barrio de Cercadillas. Se encontraba cerca de la estación del tren y, en sus bares y casas estaban las rameras de Córdoba. Recuerdo que uno de los bares se llamaba “Copacabana”. Hasta allí llegamos una tarde, me imagino que de domingo, a “mirar”. A mirar porque a la falta de dinero se unía el temor de contagiarnos con la sífilis, blenorragia o el chancro blanco, que el médico nos había explicado en una charla sobre sexualidad.



Recuerdo que rechazamos hasta el beber por aquellos vasos por temor a coger alguna enfermedad. Y, por el contrario, las mujeres se divertían vacilándose de nosotros, intentando tocar nuestras partes para ver si se nos ponía “dura”, tras enseñarnos sus pechos o muslos.

En definitiva, estimados Antonio y José María, todo esto no son más que recuerdos de un niño que en la Universidad Laboral de Córdoba aprendió, aparte de todas las materias de estudio obligatorias, también todas aquellas que eran “voluntarias” y “optativas”.

lunes, 14 de marzo de 2011

Las comidas en la UNI

El primer año de estancia en la UNI recuerdo que nos tocó hacer muchas colas. Para recoger la ropa, los libros, hacernos fotos y, todos los días, para ir al comedor. Yo creo que era la cola en la que formábamos más contentos. Y a mí me impresionó aquella sala tan grande, con las mesas metálicas para seis. Al entrar nos situábamos al lado de la mesa y, después de rezar o después que el dominico encargado diera la orden, nos sentábamos. Y a esperar que los compañeros encargados, con sus chaquetillas blancas, nos sirvieran la comida.

No sería honrado, conmigo mismo, si hoy dijera que las comidas de la UNI no eran buenas. Eran mucho más de lo que teníamos en nuestra casa. Pero había días, eso sí, que los platos elegidos, por quien fuera, no eran de mi agrado. El desayuno era café con leche y pan con mantequilla. Y en la comida los macarrones, las judías, los garbanzos, las papas con carne o las lentejas, recuerdo que me gustaban y también los segundos, especialmente los bistec empanados, como si fueran hamburguesas. Para la cena lo que más me gustaba eran los huevos fritos con papas fritas.


Pero hubo un año que la calidad de la comida empeoró, o así lo consideraron los mayores de los colegios San Álvaro y San Alberto y, propusieron hacer huelga de comedor un día. No recuerdo ni el año, ni el colegio en el que yo estaba, aunque creo que sería el Gran Capitán, con el Padre Zabalza de director. Si recuerdo que, en el “sermón” de la noche, en el hall, antes de subir a los dormitorios, se lamentaba en voz alta de que no le hubiésemos avisado, el día anterior y así no haber tirado a la basura tanta comida.


Las chocolatinas envueltas en papel rojo.


Creo recordar que nos las daban con la merienda todas las tardes. A mí me gustaba guardarlas, tanto las mías como las que me daban los compañeros a los que no les gustaban y, en las ocasiones que me tocaba repartirlas, también las que sobraban. Las ponía en la maleta, que estaba vacía de ropa, para llevármelas a casa en las vacaciones. Al final del trimestre juntaba un buen número de ellas que, con alegría, se las mostraba a mi madre y hermanos más pequeños, al abrir la maleta en casa, para que ellos se las comieran. No hace muchas fechas uno de mis hermanos me lo recordaba.



También recuerdo los días que nos tocaba taller, como sonaba la sirena para comernos el bocadillo a media mañana. Era un bocadillo que alternaba todo tipo de embutidos, muchos de los cuales yo ni conocía. En mi casa no habían llegado todavía el “chope” y la mortadela o el salchichón, en pocas ocasiones. Por eso me alegraba cuando ponían chorizo. Recuerdo que a muchos compañeros les pasaba lo mismo y tiraban los embutidos comiéndose solo el pan.


Los paquetes que llegaban de casa, lo mejor.


Yo creo que las madres de todos sabían, sin que nadie se lo dijera, que las comidas de la UNI no eran del total agrado para sus hijos y, con todo el cariño del mundo y también con un poquino de sacrificio, nos enviaban los paquetes con los productos que ellas sabían que nos gustaban. ¡Cómo se agradecían aquellos paquetes de cajas de zapatos envueltos en telas de saco! Y, ¡con que alegría se compartían con los amigos!


Y un penúltimo apunte: Un recuerdo especial para los cubiertos y platos. Los platos de “duralex” que decían que no se rompían al caerse, aunque algunos si se rompían. Y los cubiertos, todos ellos con el logotipo de la Laboral incrustado. Especialmente recuerdo a los cuchillos, con enorme mango. Y los vasos de aluminio siguen en mi memoria.




Esos cubiertos fueron los mejores que llegaron a mi casa, (yo también me lleve un juego), junto con los de la compañía Iberia, que llegaron algunos años más tarde. En resumen que recordar aquellas comidas, en aquellos comedores es, para mí, un motivo de añoranza que, con alegría comparto con todos los compañeros.