sábado, 26 de febrero de 2011

Un niño de pueblo en la laboral

Es curioso como el artículo del compañero José María Camacho Rojo, con el que no tuve la suerte de coincidir en la UNI (él es más joven, por desgracia para mí), ha revolucionado mis neuronas y acelerado la realización del nuevo artículo para mi blog. Creo que los mismos sentimientos habrá causado en más compañeros, especialmente en los nativos de cualquier pueblo de España que también pasaron por la Laboral. Antonio Bravo Céliz lo explica muy bien en su comentario al artículo de referencia.

Mi problema, por llamarlo de alguna manera, es que cuando le prometí a Juan Antonio Olmo que colaboraría con la página, lo haría con los recuerdos generados en la UNI. No veía ésta ventana abierta para utilizarla en otras cosas que no fueran esos recuerdos y vivencias de la Laboral. Como dice Antonio Bravo Céliz, en uno de sus artículos, hay que dar vida a los recuerdos que forman parte de esa misma vida. Y la mejor manera es compartiéndolos con aquellos que los vivieron junto a nosotros.



Ser de pueblo es algo muy grande

Pero el artículo de José María Camacho Rojo me toca mi punto débil: Mi pueblo. Y aunque sea, refiriéndome a la Laboral, voy a relatar las sensaciones de un niño de pueblo, con trece años, cuando llega a la Universidad laboral.


Ese niño no sabía hacer una cama; no sabía lo que era tener una cama para él solo; no sabía utilizar los cubiertos; no sabía lo que era estudiar un libro por materia, ya que solo conocía la Enciclopedia Álvarez en sus distintos grados; no sabía lo que era una pista de atletismo; no sabía lo que era una taza de wáter; no sabía, Antonio Bravo Céliz, lo que era una ducha; no sabía nada ni de torno, ni de fresa, ni de modelos o soldadura; no sabía casi nada de la vida moderna y no había visto nunca el mar. Era un niño de pueblo. Y, tal vez, lo llevara escrito en la frente.


Pero, en cambio, ese niño de pueblo si sabía aparejar y montar un burro; sí sabía coger algodón, pimientos o regar tabaco; si sabía pelearse a pedradas con sus “amigos” del barrio de arriba; si sabía acompañar a su padre a la dehesa a buscar una carga de leña o a hacer picón para los braseros del invierno; si sabía fabricar tirachinas y tirar a los pájaros; si sabía lo que eran la mayoría de las frutas y verduras que su padre cultivaba en el huerto; si sabía lo que era disfrutar de una matanza o pasar una noche de verano en la era, donde se trillaba la cebada y el trigo; si sabía ir a rebuscar el trigo o las uvas después de la recolección; si sabía…¡tantas cosas que le proporcionaba el vivir junto a los animales y la naturaleza!




El libro sobre mi Padre y mi Pueblo

Pasados unos años después de la muerte de mi Padre (q.e.p.d.), empecé a escribir en un cuaderno los recuerdos que me venían a la mente, cuando estaba con él. Aquellos recuerdos fueron creciendo y los pasé al ordenador. Un día los imprimí y se los di a leer a mis hijos y, su reacción fue la misma: ¡publícalo, Papá! Y lo hice. Lo titulé: “Esteban, hijo de Cleto, de Tejeda”. Ahí está mi catarsis. Los recuerdos de un niño y de un adulto de pueblo que, junto al cariño y el amor por su Padre, también deja patente el cariño y el afecto a todos sus paisanos y al pueblo que fue cuna de sus ancestros.


Cuando nada más llegar a la Universidad nos pidieron que hiciéramos una redacción, en forma de “carta a vuestros padres”, para decirles lo que era para nosotros la estancia en la Laboral, indicándonos que la “mejor” sería publicada en la revista VÍNCULO, yo tuve muy claro el tema al momento. En esa visita de “inspección” que hicimos varios compañeros, recorriendo todos los exteriores e interiores de la Uni, los primeros días de estancia vi, en la finca Rabanales, a una cuadrilla de personas cogiendo algodón. Y mi carta no podía hablar más que de aquella escena recordándome a mis padres y hermanos cogiendo algodón en la vega del rio Tiétar. Mi carta fue la que publicaron en VÍNCULO.


Bueno, al final creo que me he salido un poco de la obligación que me he impuesto, pero creo que es casi imposible separar los recuerdos de aquellos lugares donde nos formamos. De mi pueblo siempre digo que ¡hasta las piedras me hablan! Y de la Laboral que las piedras ¡me dejaron huellas para toda mi vida!

miércoles, 16 de febrero de 2011

Los sabañones en la Laboral

No es que los sabañones fueran producidos por encontrarme en la Laboral. Ya los padecía en el pueblo, tanto en la orejas como en los dedos de las manos y de los pies. Eran un martirio. La zona se inflamaba y empezaba a picar; automáticamente aparecía la tentación de rascarme y eso ya no se podía parar. Las orejas se ponían hinchadas para reventar y rojas como un tomate y, los dedos de los pies y de las manos, ofrecían un aspecto desolador.



En el pueblo el problema surgía cuando nos acercábamos a la lumbre que teníamos en la cocina o cuando nos poníamos en la mesa camilla, con el brasero y el calor llegaba a los pies. El remedio, que mis padres utilizaban para calmarnos los picores, consistía en pelar los ajos, cortar un diente por la mitad y frotar con ella la zona afectada. No recuerdo si aquello funcionaba bien o no. Pero era lo único que teníamos para calmar los picores.



En la Uni también me salieron los sabañones
Cuando llegué a la Laboral, octubre de 1965, todavía no hacía mucho frio. Fue con el paso del tiempo cuando empezamos a notarlo, con aquellas heladas que blanqueaban por las mañanas los jardines y la finca de Rabanales. En Extremadura hace frio en invierno, pero en Córdoba hay que vivirlo para saberlo. Por eso los sabañones no tardaron en salir en mis orejas y dedos. Volvía a revivir todo el proceso del pueblo y, aconsejado por alguién, un día me fui a la enfermería de la Laboral.


Allí conocí a la enfermera, (que me perdone si no recuerdo su nombre), que peor ponía una inyección. Ya en aquellos años, por problemas de infección que tuve en el pueblo, me habían puesto cientos de inyecciones, en el tiempo que estuve en un hospital en Plasencia, casi un año y, ninguna de las que me habían puesto antes, me había dolido tanto como las que me tuvo que poner aquella enfermera. El miedo que le tenía y que recuerdo era compartido por más compañeros, era pánico.

Pero, para alegría mía, allí había un doctor que sabía como curar los efectos de los sabañones. Nada más ver mis manos y mis orejas me recetó unas pastillas y, ¡manita de santo!, la picazón desaparecía con las dos primeras tomas y la hinchazón a los dos o tres días. De verdad que yo no me lo podía creer y, cada invierno, mi visita a la enfermería era obligada para recibir aquellas pastillas milagrosas. Siento no recordar como se llamaban, aunque con el paso de los años los sabañones parece que han desaparecido o es que estoy menos tiempo en la calle los días de invierno.




La enfermería de la Laboral
Sirvan estas líneas sobre los sabañones que sufría cada invierno, para recordar aquella enfermería que, a excepción del dolor que producían las inyecciones que ponía la enfermera, yo siempre encontré a unos profesionales de la medicina que, aparte de curarnos las enfermedades, nos ponían muchas pegas para rebajarnos de la gimnasia, para desgracia mía.

martes, 8 de febrero de 2011

Los viajes desde la laboral

Reconozco que los días, o mejor las semanas, que faltaban para iniciar las vacaciones eran los más felices que vivía en la Universidad. No importaba que fueran las de Navidad, Semana Santa o las del final de curso. Desde que en un tablero, que no recuerdo donde estaba ubicado, ponían las fechas de los exámenes del trimestre y el día de iniciar las vacaciones, todo era una alegría que impregnaba nuestras actuaciones.

Foto del Album de Juan Francisco Gallego Pamo

Generalmente, en las listas de los viajes por provincias o por zonas, siempre había un “Jefe de Expedición” que, normalmente era un compañero paisano que estudiaba los últimos cursos de la carrera. Solía residir en los colegios de San Alberto o Luis de Góngora y a él, íbamos a verle, para saludarle y decirle de que pueblo éramos.
También, en uno de los dos colegios, estaba el cura dominico encargado de todos los viajes y, por tanto del dinero. Como en nuestro itinerario abandonábamos el autobús sin haber llegado a nuestro destino, había unas cantidades que nos entregaban en metálico para pagar los billetes correspondientes.


La alegría de preparar las maletas


El día de la salida yo creo que era el más alegre de todo el curso. Maletas que no cerraban y prisas para situarnos en la parada del autobús, muy próxima al paraninfo. Casi siempre, nuestro autobús salía de noche o de madrugada. Había que recorrer muchos kilómetros, pasar por Ovejo y Pueblo Nuevo o Peñarroya y después ir dejando compañeros por muchos pueblos de Badajoz: Castuera, Don Benito, Mérida y también de Cáceres hasta llegar a la capital.


Aquellos viajes eran inolvidables y, hasta que el sueño no nos rendía, no se paraba de cantar todas las canciones tradicionales. Las paradas las indicaba el jefe de expedición y también si se entraba antes a un pueblo o a otro. La verdad es que, a pesar de ser un viaje de muchas horas, no recuerdo que nadie se quejara ni que indicara que estaba cansado.


El tren especial que paraba en la Universidad


Pero siempre me quede con las ganas de montar en el tren especial que paraba junto a la Universidad. Desde varios días antes escuchaba a los compañeros que deseaban ir juntos en el mismo vagón, como diseñaban la estrategia para coger el vagón: uno de ellos subiría con uno o dos bolsos de mano, en cuanto el tren parara y, después de reservar el aposento, se asomaría a la ventana por la que le entregaran las maletas el resto de compañeros.

Foto de la colección de Rafael Melero (+), fotógrafo de la UNI

El tren se convertía en una sala de juegos de cartas, con tahúres por todos los compartimentos y también en una coral de voces, acompañadas de guitarras, desgranando las canciones estudiantiles más populares. Ese tren especial, cuyas fotos he visto en la página, creo que traerá muchos recuerdos a todos los compañeros que tuvieron la oportunidad de utilizarlo en sus viajes desde la Laboral.


Los de Extremadura viajábamos en otro tren


Recuerdo que en algunas vacaciones en vez de viajar en autobús, (que raro me suena escribir autobús llevando años llamándole guagua), nos daban el importe de todo el viaje y lo realizábamos en tren. ¡Qué viaje, mi Madre! Nos llevaban a la estación y allí montábamos en él por la tarde, sin recordar la hora. Pero si recuerdo que sobre las doce de la noche, después de haber atravesado la Sierra Morena, a un paso de tortuga del tren, con la carbonilla que entraba por todas partes, llegábamos a una estación que se llamaba Almorchon.


Una estación que estaba en medio de la nada y en ella teníamos que estar hasta las 6 de la mañana en la que venía un tren desde Castilla la Mancha, que nos llevaba hasta Mérida. En verano se pasaba el tiempo más o menos bien, al poder salir y caminar por los alrededores, pero en invierno con las heladas, no se podía salir de la estación.


Desde Mérida otro tren, este ya hasta Plasencia, pasando por Cáceres y parando en todos los pueblos. Dese Plasencia al pueblo, Tejeda de Tiétar, otro autobús y sobre las tres de la tarde en casa. ¡Casi un día de viaje! Pero yo llegaba a mi pueblo sin cansancio y con una alegría que hacía olvidar todas las penalidades.


Foto del Album de Alberto Calderón Jiménez. Palentinos jugando a las cartas sobre una vieja maleta.
El de la derecha es Julio Martínez Martínez de Carrión de los Condes (Palencia). El que se sujeta la cabeza es Carlos Martín Antolín, de Palencia. El más alto es Alberto Calderón Jiménez. El de la izquierda del todo es Emiliano de la Hoz, de Guardo (Palencia).


En el tren escuché muchas historias y también me cruce con algún que otro maletilla que viajaba de gorra. Aprendí a realizar crucigramas y conocí a las “Juanolas”. Pero eso ya son historias que quedan fuera de nuestros recuerdos de la Laboral.