miércoles, 16 de febrero de 2011

Los sabañones en la Laboral

No es que los sabañones fueran producidos por encontrarme en la Laboral. Ya los padecía en el pueblo, tanto en la orejas como en los dedos de las manos y de los pies. Eran un martirio. La zona se inflamaba y empezaba a picar; automáticamente aparecía la tentación de rascarme y eso ya no se podía parar. Las orejas se ponían hinchadas para reventar y rojas como un tomate y, los dedos de los pies y de las manos, ofrecían un aspecto desolador.



En el pueblo el problema surgía cuando nos acercábamos a la lumbre que teníamos en la cocina o cuando nos poníamos en la mesa camilla, con el brasero y el calor llegaba a los pies. El remedio, que mis padres utilizaban para calmarnos los picores, consistía en pelar los ajos, cortar un diente por la mitad y frotar con ella la zona afectada. No recuerdo si aquello funcionaba bien o no. Pero era lo único que teníamos para calmar los picores.



En la Uni también me salieron los sabañones
Cuando llegué a la Laboral, octubre de 1965, todavía no hacía mucho frio. Fue con el paso del tiempo cuando empezamos a notarlo, con aquellas heladas que blanqueaban por las mañanas los jardines y la finca de Rabanales. En Extremadura hace frio en invierno, pero en Córdoba hay que vivirlo para saberlo. Por eso los sabañones no tardaron en salir en mis orejas y dedos. Volvía a revivir todo el proceso del pueblo y, aconsejado por alguién, un día me fui a la enfermería de la Laboral.


Allí conocí a la enfermera, (que me perdone si no recuerdo su nombre), que peor ponía una inyección. Ya en aquellos años, por problemas de infección que tuve en el pueblo, me habían puesto cientos de inyecciones, en el tiempo que estuve en un hospital en Plasencia, casi un año y, ninguna de las que me habían puesto antes, me había dolido tanto como las que me tuvo que poner aquella enfermera. El miedo que le tenía y que recuerdo era compartido por más compañeros, era pánico.

Pero, para alegría mía, allí había un doctor que sabía como curar los efectos de los sabañones. Nada más ver mis manos y mis orejas me recetó unas pastillas y, ¡manita de santo!, la picazón desaparecía con las dos primeras tomas y la hinchazón a los dos o tres días. De verdad que yo no me lo podía creer y, cada invierno, mi visita a la enfermería era obligada para recibir aquellas pastillas milagrosas. Siento no recordar como se llamaban, aunque con el paso de los años los sabañones parece que han desaparecido o es que estoy menos tiempo en la calle los días de invierno.




La enfermería de la Laboral
Sirvan estas líneas sobre los sabañones que sufría cada invierno, para recordar aquella enfermería que, a excepción del dolor que producían las inyecciones que ponía la enfermera, yo siempre encontré a unos profesionales de la medicina que, aparte de curarnos las enfermedades, nos ponían muchas pegas para rebajarnos de la gimnasia, para desgracia mía.

3 comentarios:

  1. Las fotos que acompañan, ¿Las viviste? Yo no tengo recuerdo de nevadas en
    Córdoba. Es más, creo que allí solo tuve frïo en las duchas de invierno, que estaban en el sótano del colegio, con una humedad de aquí te espero. Es curioso, Esteban, pero yo también soporté una cantidad ingente de inyecciones durante el curso de 3ºBachiller, en Cheste, al punto que,en consideración a los días de enfermedad, me brindaron la opción de repetir, medida más que extraordinaeria y que se consideró lo mejor para mí.Y creo que así fue.

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  2. !LA CABALLO!, así llamábamos a la enfermera.

    Aún retumban en mis oídos sus taconazos acercándose por el pasillo de la enfermería.

    ¡Qué miedo!.

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  3. Esteban Paniagua Sánchez28 de febrero de 2011, 15:26

    Gracias Juan Ortega Moya. Creo que todos los que, por alguna causa, visitamos al enfermería, no nos olvidamos de aquella enfermera. Ahora, gracias a tí, ya recuerdo su apodo: LA CABALLO.
    Espero Juan que pongas alguna foto en tu ficha. Por lo menos para recordar cómo eras en aquellas fechas.
    Saludos laborales.

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