martes, 28 de diciembre de 2010

El colegio San Rafael

Cuando el cura con el “hábito blanco y la capa negra” se hizo cargo de todos los que veníamos en el tren, nos llevó hasta un autobús, creo recordar que de color rojo, que tenía rotuladas las palabras, “Universidad Laboral”. Nos subimos a él y, atravesando gran parte de Córdoba, por la carretera que llevaba a Madrid, llegamos a la Laboral, dejando a nuestra derecha la fábrica de cervezas “El Águila”.



La Universidad creo que nos dejó a todos boquiabiertos: impresionante el paraninfo con los jardines al frente; la iglesia con su interminable torre; el patio central con su estanque y los colegios a su derecha e izquierda. Nos bajamos del autobús, muy cerca del paraninfo y alguien nos indicó que deberíamos ir al colegio San Rafael, que era el último por la izquierda. Entramos en un pasillo que parecía no tener fin, con cristaleras a ambos lados y, arrastrando las maletas, llegamos a nuestro punto final.

El colegio San Rafael

Si digo quién nos recibió, mentiría. No me acuerdo si fue el Padre José Luís Zabalza, el Hermano Pedro, Fray Peñamil o el Padre o Fray Cirilo. Lo que sí recuerdo es que nos hicieron bajar unas escaleras y nos distribuyeron en unas habitaciones con, más o menos, de 8 a 10 camas cada una. Teníamos un armario que compartíamos con un compañero. Y ahí empezamos a sentir que estábamos solos.

El colocar nuestras ropas en el armario era toda una prueba para demostrar nuestra organización. Nunca lo había hecho en mi casa y tenía que recordar las palabras de mi Madre sobre donde iban los pantalones, las camisas o los calcetines. Al final conseguíamos “colocar” todas las piezas y el resultado no nos desagradaba, ni a mí ni al compañero con el que compartía el armario.


Las primeras noches fueron muy duras
Para los que, como yo, que hasta entonces había dormido en una cama con un hermano, el dormir solo era una novedad. Y también lo fueron las novatadas que empezamos a recibir de los compañeros veteranos. Estas nos las hacían en los pasillos o en las aulas. No recuerdo más que cuando teníamos que pasar por entre dos filas de veteranos y empezaban a darnos tortas. Había que correr todo lo que nos dejaban.


Pero por las noches lo que descubrí fue “la petaca”. Como te despistaras un poco y llegaras unos minutos más tarde a la habitación, ya te la habían liado. Intentabas meterte en la cama y los pies no podían llegar hasta el final. Tirabas de las sabanas, empujando los pies, pero era imposible. Una simple mirada a tus compañeros y todos se estaban riendo, descubriendo que tenía “la petaca”. Había que deshacer la cama y volverla a hacer. Por las mañanas era “normal” despertarte con la cara llena de pasta de dientes o de betún de los calzados.

Y lo que nunca olvidaré eran los llantos de los compañeros en esas primeras noches. Todos estábamos por los 13 años. La mayoría de nosotros nunca nos habíamos separado de nuestros Padres. En nuestras casas, más allá de las necesidades de cada uno, teníamos a nuestras Madres y hermanos. Aquí, a pesar de dormir con ocho o diez compañeros, muchos se sentían solos y echaban de menos a sus Madres y Padres. Los llantos eran muy fuertes y, más de uno, se pasaba a la cama de algún paisano que había conocido al llegar. Lo triste de todo esto es que varios de ellos no pudieron aguantar la separación de sus familias y se fueron a sus casas. Éramos unos niños que de pronto nos vimos solos y aquello fue muy duro de pasar.


Por eso hay que agradecer mucho a los Dominicos que, en aquellos momentos, estuvieron con nosotros. A su labor de educadores tenían que unir la de “padres” o “madres” de cada uno de nosotros. Hoy, mirando las cosas en la distancia, creo que gracias a ellos muchos de nosotros pudimos llegar hasta el final. Por su dedicación y entrega les recordamos con afecto y añoranza.

martes, 21 de diciembre de 2010

El número 1736

Creo que nunca conoceré las razones por las que el estado me concedió una beca para estudiar en las Universidades Laborales. Solo recuerdo que mi padre, (q.e.p.d.), conoció la existencia de unas becas a través de la Hermandad Sindical y la solicitó para mí ya que era el que encajaba con los requisitos de la edad. Al final fuimos tres chicos del pueblo los solicitantes y, recuerdo vagamente, que tuvimos que hacer un examen en Cáceres.

Pasados unos meses el único que recibió la carta en la que se le admitía en la Universidad Laboral de Córdoba, fui yo. Desconozco el baremo que utilizaron pero no creo que yo fuera el más inteligente de los tres. Lo que si era el que más número de hermanos tenía y el que peor situación económica presentaba en la familia.

Después de conocer que yo era el elegido nos tocó esperar todo el verano y parte del otoño para la confirmación del centro donde iba a estudiar. Fue el día 3 de octubre de 1.965, cuando llegó una carta a nuestra casa, en la que decía, entre otras cosas: “Debes de incorporarte a la Universidad Laboral de Córdoba el día 6 de octubre. El viaje lo debes de realizar en tren y al llegar a la estación habrá un “cura” con hábito blanco y capa negra al que te presentaras. Toda tu ropa deberá venir marcada, con un punto resistente a los lavados, con el número 1736”.

A mi Madre (q.e.p.d.) por poco le da algo. Para estar en Córdoba el día 6 tenía que salir el día 5 de Plasencia, con lo que solo tenía un día para marcarme toda la ropa. Pidió ayuda a todas las vecinas y, los calcetines, calzoncillos, camisetas, pañuelos, camisas, pantalones, etc. se marcaron con el “punto de cruz”.

El día 5 por la mañana nos subimos en el Auto Res que nos llevaba a Plasencia y desde allí a la estación del tren, donde mi Madre me entregó a la Guardia Civil que viajaba en el mismo, ya que con mis 13 años debía de llevar una autorización de mis padres. Desde Plasencia el tren llegaba a Mérida. Un trasbordo y cogía un tren que iba a Almorchón. Aquí había que esperar unas cinco horas para coger un tren que llevaba a Córdoba. Una odisea de viaje.

Lo más triste de todo esto es que no me pude despedir de mi Padre. Estaba trabajando en una dehesa, bastante lejos del pueblo, y se iba de lunes a viernes. Cuando llegó y mi Madre le dijo que me había ido, se le cayeron las lágrimas.

Al final el 1736 se quedó como mi número y, aunque no lo juego mucho a la lotería, cuando cambié de coche, en 1989, la matrícula del nuevo fue el 3716. Me ha salido tan bueno que hasta el día de hoy está con nosotros, con más de 500.000 kms. Y esta es la historia del 1736. Un número que el azar quiso que me acompañara toda la vida.

domingo, 19 de diciembre de 2010

El deporte en la laboral

Para los que procedíamos de pueblos pequeños y familias pobres, (humildes sonaba mejor), la Universidad Laboral de Córdoba fue, como si de repente, descubriéramos otro mundo, del que antes no conocíamos ni su existencia. No voy a poner de una vez todo lo que supuso para mí el poder estudiar en la Laboral.

Me saldría un libro. Lo hare´, con el permiso de Juan Antonio Olmo Cascos, poco a poco.


Hoy quiero centrarme en el deporte.
Cuando recogíamos toda la ropa, en los primeros días de estancia de cada curso, siempre estaba el chándal azul con la letras blancas, las camisetas rojas y el pantalón azul, con los tenis, para hacer deporte. Y uno se quedaba con la boca abierta: ¡para hacer deporte! Yo nunca había hecho deporte. Había jugado al fútbol o al “toque” en el patio de la escuela y al baloncesto, cuando pusieron unas canastas, pero hacer deporte, como tal, no.


La sorpresa era aún mayor cuando, en fila creo recordar de dos, nos llevaban hasta las pistas de atletismo. ¡Madre mía! Allí jugaban al balonmano, baloncesto, fútbol, gimnasia y todas las pruebas de atletismo.
Muchas de ellas, como lanzamiento de disco o de martillo, que nunca antes las había visto. Hasta uno de los curas dominicos jugaba al hockey sobre patines. Sin olvidar al montón de piscinas que había y, algo que tampoco conocía, que llamaban sauna. Realmente las opciones para hacer deporte eran inmensas.


Por eso no nos extraño un día ver al equipo del Córdoba CF entrenando en las pistas de atletismo, con el Jefe del Departamento de Educación Física. También usaban la sauna. Todo ello gracias a la modernidad de las instalaciones y al alto nivel del profesorado.

Un día nos comunican que, el que lo deseara, podía ir al partido del Córdoba, gratis. No sé si fue una contraprestación, por el uso de las instalaciones, que sacó el Rector, o fue porque el Córdoba estaba en los lugares de descenso en la tabla clasificatoria y, como quedaban pocas jornadas, necesitaban llenar las gradas para animar al equipo. El caso es que yo fui, junto con muchos de mis compañeros, y tuvimos la suerte de ver al Real Madrid, con Gento o al Córdoba, con Reina en la portería.

La directiva había cesado al entrenador y el sustituto iba a ser Kubala (q.e.p.d.). Aquél día estaba en la grada viendo a sus nuevo equipo y, de pronto se oyó una fuerte voz que dijo: “¡Kubala, este muerto no lo resucita ni tu pare!”. Y tuvo razón ya que el Córdoba perdió ese año la categoría.

Bueno, que gracias a aquellos partidos gratis me hice aficionado al Real Madrid, pero años más tarde, cuando empecé a pensar de manera “inteligente”, me hice del Atlético de Madrid, hasta hoy.

Un saludo a todos.

Esteban Paniagua Sánchez