La Universidad creo que nos dejó a todos boquiabiertos: impresionante el paraninfo con los jardines al frente; la iglesia con su interminable torre; el patio central con su estanque y los colegios a su derecha e izquierda. Nos bajamos del autobús, muy cerca del paraninfo y alguien nos indicó que deberíamos ir al colegio San Rafael, que era el último por la izquierda. Entramos en un pasillo que parecía no tener fin, con cristaleras a ambos lados y, arrastrando las maletas, llegamos a nuestro punto final.
El colegio San Rafael
Si digo quién nos recibió, mentiría. No me acuerdo si fue el Padre José Luís Zabalza, el Hermano Pedro, Fray Peñamil o el Padre o Fray Cirilo. Lo que sí recuerdo es que nos hicieron bajar unas escaleras y nos distribuyeron en unas habitaciones con, más o menos, de 8 a 10 camas cada una. Teníamos un armario que compartíamos con un compañero. Y ahí empezamos a sentir que estábamos solos.
El colocar nuestras ropas en el armario era toda una prueba para demostrar nuestra organización. Nunca lo había hecho en mi casa y tenía que recordar las palabras de mi Madre sobre donde iban los pantalones, las camisas o los calcetines. Al final conseguíamos “colocar” todas las piezas y el resultado no nos desagradaba, ni a mí ni al compañero con el que compartía el armario.
Las primeras noches fueron muy duras
Para los que, como yo, que hasta entonces había dormido en una cama con un hermano, el dormir solo era una novedad. Y también lo fueron las novatadas que empezamos a recibir de los compañeros veteranos. Estas nos las hacían en los pasillos o en las aulas. No recuerdo más que cuando teníamos que pasar por entre dos filas de veteranos y empezaban a darnos tortas. Había que correr todo lo que nos dejaban.
Pero por las noches lo que descubrí fue “la petaca”. Como te despistaras un poco y llegaras unos minutos más tarde a la habitación, ya te la habían liado. Intentabas meterte en la cama y los pies no podían llegar hasta el final. Tirabas de las sabanas, empujando los pies, pero era imposible. Una simple mirada a tus compañeros y todos se estaban riendo, descubriendo que tenía “la petaca”. Había que deshacer la cama y volverla a hacer. Por las mañanas era “normal” despertarte con la cara llena de pasta de dientes o de betún de los calzados.
Y lo que nunca olvidaré eran los llantos de los compañeros en esas primeras noches. Todos estábamos por los 13 años. La mayoría de nosotros nunca nos habíamos separado de nuestros Padres. En nuestras casas, más allá de las necesidades de cada uno, teníamos a nuestras Madres y hermanos. Aquí, a pesar de dormir con ocho o diez compañeros, muchos se sentían solos y echaban de menos a sus Madres y Padres. Los llantos eran muy fuertes y, más de uno, se pasaba a la cama de algún paisano que había conocido al llegar. Lo triste de todo esto es que varios de ellos no pudieron aguantar la separación de sus familias y se fueron a sus casas. Éramos unos niños que de pronto nos vimos solos y aquello fue muy duro de pasar.
Por eso hay que agradecer mucho a los Dominicos que, en aquellos momentos, estuvieron con nosotros. A su labor de educadores tenían que unir la de “padres” o “madres” de cada uno de nosotros. Hoy, mirando las cosas en la distancia, creo que gracias a ellos muchos de nosotros pudimos llegar hasta el final. Por su dedicación y entrega les recordamos con afecto y añoranza.
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